Un año contigo

Hace apenas un año yo era un infeliz. Podías verme montando en moto, agobiado por las clases, de broma con mis amigos, probando mis primeros pitillos, pero era un desgraciado. Aún estaba aprendiendo a verte. Verte montando en moto, agobiada por las clases, de broma con tus amigas, probando tus primeros pitillos. Hace un año no sabía lo que era tener miedo, no sabía lo que era la angustia. No sabía lo que era el tiempo, no sabía lo que era sufrir. No sabía lo que eran la esperanza, los chicles, la euforia, la lluvia. Hace un año yo era un pedrusco que meramente daba vueltas alrededor del Sol. Era un loco. No sabía detenerme ni escaparme. No sabía fumar. Hace un año era un pobre diablo, el centro del universo, un chico triste.

Un año, en términos astronómicos, es una vuelta, un círculo. Un viaje que rinde en el punto de partida. Pero un año contigo es un aniversario. También una reflexión, una fuga, una espiral. Y un viaje cuyo destino es esta mesa y este vino, que no son esta mesa ni este vino, sino esta mesa y este vino contigo. Un viaje, digo, que empieza y termina en nosotros, sobre todo en nosotros, que ya no somos los mismos. Por eso, porque nos hemos transformado, este año ha sido no un círculo sino una espiral. Nos hemos elevado, nos hemos pasado de rosca, nos hemos salido de órbita y nos parecemos a una galaxia que tiende a la entropía y al enfriamiento.


La sabiduría del pastor

 

El eminente Dr. B., recién galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las letras, prepara el discurso que pronunciará el día de la ceremonia. Por primera vez se percata de cuánto le debe al Sr. B, su padre. La verdad es que el Dr. B. se ha guiado mucho más de lo que cree por sus consejos. Aunque eran más bien amonestaciones, a menudo sin efecto, que con el tiempo, ahora que el Dr. B. lo piensa, se han convertido en una especie de voces interiores que le hablan constantemente. El Dr B. contempla la posibilidad de que el tema de su discurso sea la sabiduría de su padre, esa sabiduría que suele llamarse de pastor. Escribe una lista de las frases más recurrentes, que ahora empieza a ver como aforismos, y piensa un rato en ellas:

Quien va deprisa no se divierte. Esa sentencia condensa lo que los modernos llaman mindfulness, eso mismo que para los budistas es uno de los principios fundamentales de su doctrina: la recta atención. Y no solo eso: los filósofos llevan siglos intentando explicar que hay, al menos, dos tiempos, uno objetivo (la Tierra dando vueltas alrededor del Sol), que nos sirve para fabricar relojes, quedar con los amigos y cumplir horarios, y uno subjetivo que no tiene nada que ver con lo anterior, sino con la conciencia. Un tiempo cronológico y otro biológico, o quizá biográfico. Ya dijo Schopenhauer que el placer no se hace notar y el dolor sí, importando el budismo a Europa. Gracias a esa frase, la de su padre, no la de Schopenhauer, el Dr. B. come despacio, no conoce la ansiedad y le aprovechan las lecturas, que no son muchas, por otra parte, para todo un doctor, ni mucho menos para el ganador del citado galardón.

Voluntario ni a una paella. Esto quiere decir más de lo que parece. No se trata de menospreciar a los voluntarios de las instituciones benéficas, sino de todo lo contrario. Es que a menudo damos un paso al frente sólo para complacer a según quién, para parecer lo que no somos o para lavar nuestra mala conciencia, sin saber en realidad dónde nos estamos metiendo. Y así como hay, al menos, dos tiempos, hay también, al menos, dos yoes, el que sale voluntario hoy y el que se arrepiente mañana. Gracias a ese consejo, el Dr. B. desconfía del alcohol y es discreto y misterioso como un gato.

Cuesta lo mismo hacer las cosas bien que hacerlas mal. De hecho, piensa el Dr. B., cuesta más hacerlas mal, solo por las consecuencias que trae. En otras tradiciones llaman karma a esa idea. El Dr. B. es meticuloso y da lo mejor de sí mismo en cada cosa que hace, por pequeña que sea.

La lista es más larga, pero la dejaremos para mejor ocasión. Lo que importa ahora es que, en efecto, el Dr. B. centró su discurso en la sabiduría de su padre, un hombre que, en su ya larga vida, no ha leído otra cosa que la hoja parroquial y algunos números de El Coyote.

Llegado el día de la ceremonia de entrega de premios y pronunciado el discurso, la realeza, las autoridades y el público ilustre se puso en pie y aplaudió, también mirando al Sr. B., a quien se le saltaban las lágrimas.

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El Dr. B., cuando era un niño, mientras trasteaba en el desván, pudo ver una docena de ejemplares de El Coyote, abandonados, acartonados y amarillos. Nunca pasó de la portada, toda ella una viñeta de colores vivos: dibujado contra montañas crepusculares, a veces a caballo y a veces a pie, el primer plano de un hombre de fino bigote, antifaz y sombrero mejicano, considerable sombrero que le distinguía de El Zorro. El Dr. B. piensa que entonces subestimó esa colección, ahora que tan atraido se siente, como se aprecia en sus últimas obras, por los espacios fronterizos, especialmente por el universo tex-mex, que, como todo universo, además de fronterizo, es vasto y polvoriento.


El obispillo

 

La esperanza es algo digno de verse, sobre todo cuando la conservan esas personas que desde hace tiempo no dejan de ir cuesta abajo. Incluso los que, sin fuerzas ni ganas de nada, han renunciado al aseo personal, piensan a veces que en cualquier momento las cosas pueden empezar a mejorar. El hombre que acaba de saquear la hucha de su sobrina no ha llegado a ese extremo. Lo vemos peinado, afeitado y decorosamente vestido. El botín es ridículo, pero le da para pasar el día. Un café con leche, una cajetilla de tabaco, unos cartones, estos no de tabaco, sino del bingo al que se ha aficionado. Si hay suerte, repondrá el dinero sin que nadie se entere y aquí no ha pasado nada.

Ninguno de los que ha cantado línea o bingo ha sido Vicente Escolano, el hombre del que hablamos, quien ahora sale cabizbajo del local y empieza a caminar hacia el puerto.

https://quetramasmoreno.blog/2022/01/02/el-obispillo-ii/




Las botas de las siete leguas


Un grupo de guardias civiles había entrado a tiros en el Congreso de los Diputados. Al mando, el Teniente Coronel Tejero, pistola en mano, luciendo su deslumbrante mostacho a juego con el tricornio y ese formidable coño con el que remataba sus frases.

Resulta extraño que la realidad esté hecha de tópicos que ya no sirven, o no deberían servir, para la literatura, el cine o la televisión. Si la revisamos ahora, aquella escena parece inventada, sobreactuada o preparada para que la entiendan los niños. Y tal vez por eso, por verla en la tele, por ser tan teatral, no entendí nada. Más inquietante me pareció el hecho de que mis padres hubieran cerrado la carnicería tan pronto, con tantas prisas, y que estuvieran toda la tarde en casa. Recuerdo un cenicero lleno. Recuerdo una botella de J.B. y un cerdo a medio descuartizar. Recuerdo a mi madre, al borde de las lágrimas, diciendo: «no han podido con Gutiérrez Mellado». Me conmovió la forma en que pronunció ese perfecto hexasílabo: «Gutiérrez Mellado». Así se pronuncia, pensé, Hércules, Batman, Rodrigo Díaz de Vivar.

Pero si algo me preocupaba entonces eran las zapatillas deportivas que no tenía. Entre los niños de mi colegio se habían puesto de moda determinadas marcas y modelos. Eran caras pero merecían la pena. Calzar uno de esos pares te convertía en un verdadero héroe. De pronto, podías correr más rápido y saltar más alto. Eras más fuerte, más listo, más guapo, más feliz. Y podías plantarle cara a cualquiera. Eran zapatillas de poder. Ríete de los semidioses (sandalias), de los superhéroes (botas de agua), de Gutiérrez Mellado (zapatos). Para un chico de mi edad, llevar en los pies otra cosa que no fueran deportivas de marca significaba la inapelable condena a la soledad, a la fealdad, al destierro. A una vida de mierda. Y, al parecer, tal iba a ser mi destino. Mi madre decía que esa clase de calzado no valía nada y no había forma de sacarle esa idea de la cabeza.

Aquella noche, aprovechando la toma del Congreso, me pareció ideal para atacar. Porfié hasta no poder más, pero ni con todo mi arsenal, ni gritando coños como un Tejero, fui capaz de hacerle cambiar de opinión. Es más, en lo que me pareció un horrible castigo, un gesto de tiranía impropio de una madre, me encasquetó aquellas odiosas botas grises forradas por dentro con piel de borrego y me acostó con ellas puestas. Sin embargo, para mi desconcierto (años después comprendí que aquello no tenía nada que ver con el castigo ni la tiranía, sino con el miedo a tener que salir corriendo), enseguida me dio un beso y me dijo muy dulcemente: «no te preocupes, Pulgarcito, estas son las botas de las siete leguas».


La utopía, un viaje circular


Introducción
Usted y yo somos personajes de ficción: primero, porque nuestra vida solo tiene sentido en la medida en que puede ser contada; segundo, porque nos definimos por las transformaciones que padecemos y que, antes o después, queramos o no, tenemos que asumir y protagonizar; tercero, porque, sea como sea, nunca acaba de gustarnos lo que hay, y si nos gusta, no es por mucho tiempo, ya que somos personajes de aventuras, navegantes. Ni siquiera en el paraíso estábamos contentos. «El mito de Adán y Eva —como dice Rafael Herrera Guillén— simboliza ese doloroso tránsito desde una vida feliz pero sin conocimiento, en el paraíso, a una vida desgraciada pero consciente sobre la tierra» (Herrera Guillén, 2013, p. 22).
Así empezó esta aventura: la razón no vino sola, sino que trajo consigo una carga de indigencia material y espiritual que la realidad, por sí misma, no podía aliviar. También la razón trajo consigo a la filosofía, aunque en este caso no parece que esta le fuera en principio tan necesaria, pues solo apareció, en sentido estricto, en circunstancias muy concretas y relativamente recientes y, aun así, después no ha sido extraño verla recaer, peligrar e, incluso, desaparecer. Ya hablaremos sobre la importante distinción entre lo racional y lo filosófico.
Asimismo, en contraste con las utopías como proyectos racionales de futuro, tomaremos en consideración un tipo de utopía que podemos definir como presente, aunque, por lo general, desapercibida (de ahí lo de utopía). Así cabría entenderla desde la perspectiva de las sabidurías no-duales que, como filosofía perenne, informan las grandes tradiciones de pensamiento orientales y occidentales.
El tema es sumamente delicado si no queremos ignorar la tajante separación trazada entre las actitudes mítico-prácticas (tradicionalmente asociadas a las sabidurías que no arrancan de la filosofía griega) y la actitud teorética (de la filosofía griega en adelante), separación que a Husserl le llevó a decir que «es un error y una falsificación de sentido hablar de filosofía y ciencia indias y chinas, esto es, interpretar India, Babilonia, China, de modo europeo» (Husserl, 1991, pp. 340,341). Son muchos los filósofos occidentales que piensan como Husserl, pero también los que, al contrario, ponen en entredicho la dignidad de la razón europea, señalando que «uno de los “mitos” clásicos de la filosofía occidental ha sido el mito de su pretendida ausencia de mitos» (Román, 2004, p. 29).
¿Será posible conciliar posturas tan encontradas?
1.     Filosofía y menesterosidad
1.1.            Del logos al mito
Decimos que la filosofía nació en Grecia en el siglo VI a.C. porque esos fueron el lugar y el momento en que algunos hombres empezaron a examinar críticamente las verdades establecidas por su propia tradición mítica. Aquel acontecimiento, que no ocurrió de la noche a la mañana sino que se dio como resultado de un largo proceso histórico que huelga examinar aquí, fue la chispa de Europa, la cual —aunque muy a duras penas— ha venido revisándose a sí misma, desviando alguna vez el curso de una Historia siempre demasiado empeñada en determinar el presente y el futuro. Sin duda, esa autorrevisión requiere de ciertos presupuestos para poder llevarse a cabo, como son un modelo de organización política que no ahogue las voces que dudan y discrepan; y el encuentro con otras culturas, que hacen pensar sobre las costumbres, las creencias, las certezas y el sentido de la propia.
Ahora bien, ¿carecen de contenido filosófico los mitos previos al logos? ¿Las narraciones de Homero y Hesíodo, anteriores en dos siglos a los presocráticos? ¿Los mitos hebraicos? ¿Los Vedas? ¿Por qué seguimos leyendo esos textos como si hablaran de nosotros? Seguimos leyendo, en efecto, esos textos como si hablaran de nosotros porque, a partir de aquella chispa que saltó en Grecia, hemos aprendido a dejar de identificar los mitos con la realidad para entenderlos como un modo de decirla.  Comprenderlos, interpretarlos a la luz del contexto, a la luz de una perspectiva inaccesible a sus autores y a sus destinatarios directos, descubrir su intención profunda —lo que en filosofía llamamos hermenéutica—, nos permite elevarlos de la literalidad a la universalidad. Porque «el intérprete (y el intérprete no es un individuo, sino una época) puede ver en una obra más que su autor» (San Martín, 1987, p. 36). Sin embargo, si lo que cuentan los mitos nunca fue realidad, ¿cómo es posible que podamos destilarlos, obtener de ellos verdades válidas para nosotros, para todos los seres humanos? ¿Es que fueron desde el principio parábolas o fábulas que aquellas gentes no entendieron, asumiéndolas como realidad durante generaciones? El pasaje que en la reciente Breve historia de la utopía dedica Herrera Guillén al utopista del período helenístico Evémero (h. 330 a.C-h. 250 a.C) ofrece una sugerente explicación al respecto: los mitos como idealizaciones de realidades históricas olvidadas (p. 65). «Muchos siglos después de Evémero, pensadores de la talla de Ludwig Feuerbach (1804-1872) llegarán a conclusiones muy parecidas, al señalar el origen de la religión como una alienación del hombre respecto de sí mismo, de sus deseos, que le hacen elevar a omnipotencia realidades que proceden de él» (Herrera Guillén, 2013, p. 64). En esa línea habla también Javier San Martín cuando relaciona la hermenéutica con el psicoanálisis, cuyo objetivo «sería restaurar la comunicación rota con uno mismo» (San Martín, 1988, p. 152). Con todo, y aunque la comprensión y la interpretación de las que estamos hablando sean productivas, es decir, desvelen verdades ocultas en los textos míticos como las desvela el psicoanalista respecto de su paciente, no hay que perder de vista que esas verdades no las crea ex nihilo el intérprete, sino que las alumbra gracias a la racionalidad con la que están construidos los textos míticos. Así, podemos concebirlos como solidarios de la realidad universalmente dicha, como verdaderas manifestaciones racionales nada casuales convertibles en auténtica filosofía.
Veamos el ejemplo más antiguo de la literatura universal, que nos sitúa en el III milenio a.C. en Mesopotamia, donde se inventó la escritura: el Poema de Gilgamesh trata sobre la tristeza y la impotencia de un hombre, Gilgamesh, rey de Uruk, ante la enfermedad y muerte de su amigo Enkidu, así como sobre la perspectiva de la propia muerte, inevitable destino, del que, tras una serie de aventuras y pruebas iniciáticas, en vano intenta escapar. «La aflicción, la pesadumbre y la queja del héroe mesopotámico son expresión universal del desconsuelo, la pena, el desconcierto y la impotencia del hombre ante la muerte» (Román, 2004, p. 187). Sin duda, el poema nos pone delante de lo que Javier San Martín llama uno de los fenómenos fundamentales de la vida humana: la muerte. Lo que estaría por ver, nos diría San Martín, es si el poeta ha concebido la muerte como suceso constitutivo de la vida humana, es decir, si ha puesto entre paréntesis las opiniones usuales de su cultura sobre tal fenómeno (la inmortalidad está reservada en exclusiva a los dioses y los espíritus de los muertos vagan sin rumbo en un horrible país sin retorno), confrontándolas con su propia experiencia y con la experiencia de otros pueblos o épocas históricas. Verdad es que sería un error atribuirle al poeta ese ejercicio en toda su exigencia metódica, pero tampoco parece que podamos negárselo del todo, pues: ¿no se esfuerza Gilgamesh por contravenir lo establecido en su tradición, a partir de la experiencia de la muerte de su amigo?
1.2.            Pensar desde la menesterosidad
Además del sentido crítico sobre la propia tradición, la filosofía nace, como decían Platón y Aristóteles, del estado de admiración o asombro ante el mundo que nos rodea. Las primeras preguntas que surgen desde ese estado vendrían a formularse más o menos así: ¿Qué es todo esto que me rodea? ¿Cómo es posible? ¿Qué soy, cómo soy posible? Con esas preguntas se abre lo que en sentido estricto es el ámbito de la filosofía, a saber, la teoría del conocimiento y la metafísica. Ahora bien, el solo hecho de formularlas ya modifica nuestra relación con la realidad y con nosotros mismos, «pues no es posible separar una razón teórica y una razón práctica; porque toda teoría tiene su vertiente práctica; más aún, como dirá Husserl explícitamente, toda teoría es práctica» (San Martín, 1988, p. 31). Es decir, del estado de asombro surgen unas preguntas de cuya respuesta depende el nuevo sentido del mundo y de la vida. Toda teoría es, en efecto, práctica, de modo que las preguntas ¿qué es todo esto que me rodea?, ¿cómo es posible?, ¿cómo soy posible? son inseparables de ¿qué sentido tiene todo esto?, ¿para qué?, ¿cómo voy a vivir a partir de ahora? Pero esta segunda tanda de preguntas (indisociable, insisto, de la primera), que, en efecto, pueden llevarse por delante toda la tradición de un pueblo, ya no nos reenvían solo al estado de asombro, sino también, y sobre todo, a un estado de pugna con la realidad misma más allá de la cultura. Pues bien, el Poema de Gilgamesh no es teoría del conocimiento ni metafísica, es decir, no es filosofía, porque no se escribe desde el estado de asombro; sin embargo, como acabamos de decir, la filosofía conduce a un estado de pugna con la realidad última, que, ahora sí, es el estado desde el que se escribe el Poema de Gilgamesh. De ahí que pensar a contrarrealidad desde la enojosa incertidumbre, la protesta, el desamparo o el sufrimiento es lo primero y lo último que hacemos los seres humanos. Es que, a la vez que animales racionales y políticos, somos animales menesterosos.
Así, por ejemplo, podría decirse que Aristóteles pensó desde la menesterosidad cuando elaboró una estrategia basada en el ejercicio práctico de las virtudes,  La ética a Nicómaco, dirigida a conseguir la felicidad, el fin último al que tienden los seres humanos. Pero muchos autores fueron realmente explícitos en ese sentido. Mejor ejemplo sería Séneca (4 a.C.–65 d.C.), de quien dice María Zambrano que es «un sabio a la defensiva […], no es un filósofo que se haya hecho por amor a la sabiduría, por ansia de verdad, sino que ha ido a la verdad como remedio a su vida» (cit. Maestre, 2002, p. 24). Séneca compuso sus obras como si fuera un predicador (así solían hacerlo los filósofos del Imperio Romano), dirigiéndose a Nerón, a Novato, a Galiano, a Sereno, a Lucilio, a Helvia, a Marcia —a todos los hombres—, ofreciéndonos una enseñanza moral destinada a superar todas las adversidades mediante la sabiduría, entendida a la manera estoica como virtud, inmutabilidad, tranquilidad de ánimo. Bien dice Alfonso Maestre que «lo que es inmortal en Séneca es el estudio práctico del alma y de las costumbres, que analiza los síntomas y descubre las causas de nuestros males» (Maestre, 2002, p. 22). Las obras de Séneca, así, han aprovechado a lectores, pensadores y escritores de todos los tiempos, y en especial a los de nuestro Barroco, que tanto reflexionaron y se preocuparon por el saber práctico, el saber vivir y el saber morir, en un siglo, el XVII, que es el siglo de Descartes y Espinosa, el siglo del racionalismo, del método matemático deductivo, de las verdades universales: «Cuerdo es el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir» (cit. Jiménez, 2002, p. 30), escribe Quevedo en el cuarto de sus Sueños, El mundo por de dentro. En efecto, Cervantes, Calderón, Gracián, Saavedra Fajardo, Quevedo, «también dan su preferencia a la razón, pero más bien como entendimiento y comprensión en plenitud concreta, singular y real» (Jiménez, 2002, p. 73). Como ha quedado dicho, toda teoría es práctica, o sea, es inseparable de la vida y de la experiencia que tenemos del mundo.
Pero si se trata de pensar desde la menesterosidad, no hay mejor ejemplo que el de Siddhartha Gautama (560-480 a.C.), príncipe de los Shakyas, que a la edad de 20 años renunció a la holgada y familiar vida de palacio que le había sido dada y salió a los bosques para conquistar otra vida, su propia vida, mezclada esta vez con la realidad en toda su crudeza y toda su miseria. Ese hecho biográfico ya resulta filosóficamente significativo, pues es comparable a la salida del paraíso mencionada al principio de estas páginas o, lo que es igual, a la concepción del ser humano como lanzado hacia lo que no es, como ser para sí, que diría Sartre. Sigamos: unos años después, alrededor del 528 a.C., tras verificar que ni el lujo ni el ascetismo le eran propicios y, en consecuencia, elegir la vía media, aquel hombre pronunció un sermón en el Parque de los Ciervos de Sârnâth, cerca de Benarés, que constituye una reflexión sobre el ser humano y la realidad que anticipa no solo la filosofía de Schopenhauer (que, como es bien sabido, se inspiró en los Vedas, en los Upanishads y en el budismo), sino gran parte de la filosofía occidental antes y después de Schopenhauer. Veamos brevemente lo que dijo Buda en Sârnâth, cuando Heráclito y Parménides[1] tenían muy pocos años de edad: a poco que prestemos atención, será fácil constatar que no hay en el mundo conocido nada que sea permanente, ya que todas las cosas están condicionadas entre sí y por diversos elementos en constante interacción y cambio; el hombre no es ajeno a esos condicionamientos e interacciones, o sea, el hombre, como todo lo demás, es puro fluir, puro devenir; en consecuencia, aquello que llamamos “yo” no existe, es una ilusión; aferrarnos a algo que no existe, rendirle culto, confiar en su permanencia, es ignorar la realidad; esa ignorancia es la principal causa del sufrimiento; el remedio a ese sufrimiento es la sabiduría que, como en Séneca[2], nunca ha de ser erudición, ni siquiera discurso racional, sino virtud práctica, pues solo hay un modo de alcanzar la verdad: siéndola.
Ciertamente, la negación del yo, de una forma u otra, está en la base de gran parte de la filosofía occidental. De hecho, no es sino hasta Descartes cuando la existencia del yo empieza a considerarse como evidente, la primera evidencia, por cierto, el primer principio epistemológico del que deducir el resto de la realidad. Sin embargo, después de Descartes, no hay tal evidencia para Hume, que entiende que el yo es pura ficción, pura ilusión, pues no tenemos impresión directa de él; tampoco para Kant, que define al hombre como idea de la razón, ubicándolo en el mismo nivel metafísico que al mundo y a Dios; ni para Nietzsche, cuya filosofía se basa en pensar la realidad como un continuo devenir sin sujeto; ni para Freud, que concibió el yo como un subproducto nacido de la lucha entre las pulsiones inconscientes y las determinaciones culturales; ni para Heidegger, que señaló que la existencia de los individuos humanos es inauténtica, sobreinterpretada de antemano por el mundo en que caemos; ni, en suma, para todos los estructuralismos que, en detrimento de la sustancialidad del yo, toman partido por la economía, la cultura, el lenguaje, el inconsciente, la biología, etc.
Ahora bien, hay que entender que lo que acabamos de llamar negación del yo no tiene por qué aludir a su aniquilación, sino, muchas veces, más bien a todo lo contrario, es decir, a su identificación con esferas de realidad más amplias que la del sujeto que conoce la realidad como algo objetivo y ajeno a él. Por otro lado, lo que trata de negarse, de lo que intentamos escapar o liberarnos (también Buda), es de la concepción del hombre, del yo, como un hecho todo él marcado por las causalidades y determinaciones del resto de hechos de la naturaleza o por cualquier otra imposición, aunque ésta proceda de Dios y consista en el paraíso. Como enseguida veremos, una de las corrientes filosóficas que más se ha esforzado en esos dos sentidos es la fenomenología, fundada a principios del siglo XX por Edmund Husserl.
2.     Filosofía y racionalidad
2.1.            Tres niveles de racionalidad
Muchas verdades de la filosofía se presentan demasiado obvias, como ciertos inventos —la rueda, la cuerda, la mesa— tan sencillos como útiles y revolucionarios. El Ser es, el No ser no es; la felicidad es el fin supremo del hombre; el hombre es libre; el hombre no es libre; yo soy yo y mi circunstancia; el hombre sabe que muere, son solo algunos ejemplos de verdades de la filosofía que cualquier no filósofo tal vez tenga por ciertas incluso sin haber aprendido a leer. Ello puede provocar —y de hecho ocurre con bastante frecuencia, frustrando a los filósofos y a los no filósofos en su sano intento de comunicarse— situaciones exasperantes, cuando el filósofo, después de esforzados años de estudio y reflexión, trata de transmitir un importante hallazgo conceptual a alguien que ya lo posee a su modo. Hay aparente acuerdo entre ambos pero, en realidad, un abismo que los separa. El filósofo percibe la desasosegante impermeabilidad a la filosofía de su interlocutor, que, a su vez, y no sin razón, juzga incomprensibles o innecesarias las razones del filósofo. Pues bien, ese encuentro que en realidad es desencuentro, se debe, como acabamos de insinuar, al modo de poseer ambas verdades, que son y no son la misma o, por mejor decir, parecen la misma pero no lo son. A continuación trataremos de clarificar qué sea aquello que las distingue, y si es posible o no encontrar conexión entre ellas. Ese será el paso previo que nos permitirá luego ahondar en la primera verdad filosófica y no filosófica, que no solo presentamos como la raíz de todas las demás, sino también de la Historia tal como es y tal como podría haber sido. Dicha verdad, esbozada ya en el capítulo anterior, es la siguiente: la realidad no coincide con nuestro deseo. Volveremos sobre ella más adelante, en el tercer capítulo, cuando tratemos de la relación entre la filosofía y la utopía.
Así, pues, lo primero que hay que decir es que las verdades filosóficas y las no filosóficas son ambas racionales. La razón es lo que tienen en común, de lo que a menudo resultan enunciados formalmente idénticos como, por ejemplo, el hombre sabe que muere. Pero ese enunciado tiene implicaciones distintas, incluso opuestas, dependiendo de quién lo profiera. No será el mismo enunciado si lo afirma, por ejemplo, un neurocientífico que si lo hace un antropólogo, un obispo o un legionario. Es más, incluso para la misma persona, no será el mismo enunciado según lo profiera en un momento u otro de su vida. Ya hemos visto que la muerte no significa lo mismo para Gilgamesh antes que después de la muerte de su amigo Enkidu. Tenemos, entonces, verdades formalmente idénticas con contenidos distintos, contenidos que implican, además, distintos modos de ser, de relacionarse con los demás y con el mundo. El significado de la muerte (y de todo su campo semántico, que incluye la vida), varía considerablemente de unas épocas a otras, de unas culturas a otras, de unas personas a otras y de unos momentos a otros de la vida de una misma persona. Esas variaciones son el resultado de sendas configuraciones subjetivas que dependen de múltiples variables: la educación, la familia, la profesión, el momento histórico, el momento biográfico, etc. Así, podemos decir que un solo hecho, la muerte, se constituye en diversos objetos que, además, muchas veces se invalidan entre sí. El lenguaje sustituye a la realidad, marca las pautas de nuestra relación con ella, nos la hace compartible y habitable, pero también, como vemos en muchos casos conocidos, la hace prácticamente incompatible entre distintos grupos humanos e incluso entre individuos del mismo grupo. Las palabras mismas son en cierto modo utopías, pues nos salvan de la realidad, son su no-lugar. «Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas […]. El origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas» (Nietzsche, 1980, p. 8).
No hay manifestación humana tras la que no se oculte una intención soteriológica, y el lenguaje no es una excepción. Con él objetivamos el mundo ajustándolo a nuestras diversas sensibilidades. Un solo hecho, decíamos, se constituye en muchos objetos según determinadas variables. Ahora bien, si le preguntamos a un filósofo, su primer paso será no identificarse con ninguno de esos objetos, a fin de encontrar un enunciado válido universalmente. Sin embargo, hay muchos filósofos y filosofías, a veces también excluyentes entre sí. Ese hecho no puede dejarnos indiferentes, pues significa que desde el nivel de racionalidad por todos considerado como filosófica, con intención de universalidad, se alcanzan casi el mismo número de “objetos” que desde la razón no filosófica. ¿Qué hacer ahora? No parece que quede otro remedio que seguir avanzando, es decir, reconocer la exigencia de un tercer nivel de racionalidad, una filosofía de las filosofías. Antes nos hemos referido a una verdad a la que llegan Buda, Hume, Kant, Nietzsche, Freud, Heidegger, etc. Obviamente, la de no-yo es una verdad que parte de planteamientos distintos y deriva en implicaciones distintas según quién la diga, pero la comprensión de la misma nos ha permitido concluir que, después de todo, esas filosofías vienen a coincidir en su intento por superar la noción de hombre como un hecho variable según sus interacciones con el resto de hechos o según el punto de vista con que nos refiramos a él. Y es que una filosofía de las filosofías, si bien lo pensamos, no puede conducir a otra conclusión. Una filosofía de las filosofías necesariamente ha de ser una filosofía del hombre. Porque es el hombre quien hace filosofía, superando con ello el primer nivel de racionalidad, que es el que más lo sujeta a los hechos y más lo hace parecerse a ellos. Pues bien, la filosofía de Husserl nace en explícita oposición a la noción de hombre como hecho, noción que marcó el modo de hacer ciencia a finales del siglo XIX.[3]
Entonces, y en resumen: las verdades filosóficas y las no filosóficas, siendo ambas racionales y a veces formalmente idénticas, difieren en lo fundamental, aquello de lo que hablan, pues la razón no filosófica siempre tiene bien delimitado su objeto, mientras que la filosofía «no habla de ningún "objeto”, sino de los ámbitos o condiciones en que se dan los objetos» (San Martín, 1988, 99). Es decir, la filosofía es razón que reflexiona sobre sí misma, siendo que ese sí misma es lo que vemos empíricamente expresado en la Historia, en las ciencias y en las culturas, en nuestra vida cotidiana y, también, en la filosofía. Con todo esto, nos estamos acercando al concepto de fenomenología, que es una reiniciación o una refundación de la filosofía a partir de la cual Husserl llevó a cabo el esfuerzo por señalar y remediar la crisis de las ciencias europeas, de la filosofía y de la humanidad en general, crisis cuya causa no es otra que el objetivismo. La fenomenología operaría, entonces, en el que hemos denominado tercer nivel de racionalidad, desde el que se ejercería la filosofía de las filosofías, pues «la fenomenología es el telos, el fin, es decir, el movimiento latente al que tiende la fundación misma de la cultura filosófica; es decir, que la idea de una cultura filosófica como racionalidad refleja se cumple realmente en la fenomenología» (San Martín, 1987, p. 118). Porque digámoslo cuanto antes: la crítica de Husserl no se limita al ámbito no europeo en tanto que en él se dan las actitudes mítico-prácticas incapaces de reflexionar sobre sí mismas, sino que se extiende a éste desde la crítica a las ciencias y a la filosofía europeas: «La filosofía en tanto que ciencia universal objetiva —y esta era toda la filosofía de la tradición antigua— junto con todas las ciencias objetivas, no es en modo alguno ciencia universal. Lleva a su círculo de investigación tan sólo los polos-objetos constituidos, pero queda ciega frente al ser y la vida plenos y concretos que constituyen trascendentalmente a tales polos-objeto» (Husserl, 1991, pp. 185,186). De modo que para Husserl el objetivismo en que derivó la filosofía griega —a pesar de inaugurar la razón reflexiva— no es menos ingenuo, al cabo, que las actitudes mítico-prácticas. «Hablando en términos más precisos: el título general de esta ingenuidad no es otro que objetivismo, un objetivismo que se manifiesta en los diferentes tipos del naturalismo, de la naturalización del espíritu. Las viejas y las nuevas filosofías fueron y siguen siendo ingenuamente objetivistas» (Husserl, 1991, p. 349). Repasemos ahora las palabras de María Teresa Román que habíamos citado más arriba:  «uno de los “mitos” clásicos de la filosofía occidental ha sido el mito de su pretendida ausencia de mitos» (Román, 2004, p. 29). A mi entender, Husserl estaría plenamente de acuerdo con esa afirmación.
2.2.            Dos actitudes ante la vida
Ahora que ya sabemos en qué se distinguen la racionalidad y la filosofía, nos falta averiguar, para cumplir con los objetivos de este capítulo, si es posible la conexión entre ellas, si es posible aquella conversación entre el no filósofo y el filósofo. Hasta aquí, hemos encontrado varios rasgos propios de la mera racionalidad: objetivismo, ingenuidad, irreflexividad, naturalismo. En otros pasajes de su obra, Husserl engloba esos rasgos en lo que denomina actitud natural. Pues bien, esa actitud es el modo de ser de las cosas, de los hechos y, sin salir de ella, es imposible toda comunicación —y cualquier otra actividad— que no funcione como funcionan las cosas.
En mi opinión, alguna vez salimos de ella espontáneamente, cuando, por ejemplo, paseamos por una ciudad desconocida, o cuando, como Gilgamesh, sentimos la muerte de cerca, o cuando entramos en un templo, seamos o no creyentes, etc. Pero, por lo general, estamos atados a una serie de complicaciones, «pequeños intereses, pequeñas mezquindades», que nos mantienen en la actitud natural, que nos impiden «acceder al nivel sólo en el cual es la filosofía viable» (San Martín, 1988, p. 31). Para acceder a ese nivel, para salir de la actitud natural sin depender de aquellas espontaneidades o sin abusar de ellas con el riesgo de “objetivarlas” y recaer de nuevo en el indeseable estado del que queremos salir, Husserl nos ofrece un método, el método fenomenológico, que consiste básicamente en desconectar del mundo objetivo, poner entre paréntesis lo que trasciende o está fuera de nuestra experiencia, para, acto seguido, reducirlo a ella limpio de todo tipo de objetivaciones. Un método que ha de llegar a ser una actitud. Pero, ¿qué ganamos con ello?, ¿no estaríamos constituyendo sin más un nuevo “objeto”? Ciertamente, mas también ese nuevo objeto constituiría una nueva conciencia, un nuevo yo con nuevas posibilidades y nuevos horizontes de experiencia, porque —y a este descubrimiento lo llamó Husserl «apriori de la correlación»— el objeto intenciona sobre la conciencia tanto como ésta sobre aquél, es decir, «analizar o ver el mundo es ver la conciencia, la vida subjetiva. La reducción consiste en recuperar esta vida constituyente, trascendental, generalmente anónima u oculta que constituye el sentido del mundo, el único sentido que el mundo tiene para nosotros» (San Martín, 1987, p. 70). Y es por eso que la fenomenología es una filosofía no-dual. Como dice el propio Husserl, «en el trabajo sistemático de la fenomenología […] se disuelven por sí mismos y sin las artes de una dialéctica argumentativa y sin el esfuerzo enfermizo por llegar a transacciones, las antiguas y ambiguas antítesis de los puntos de vista filosóficos, antítesis como las que se dan entre racionalismo y empirismo, relativismo y absolutismo, subjetivismo y objetivismo, ontologismo y trascendentalismo, psicologismo y antipsicologismo, positivismo y metafísica, concepción teleológica y concepción causalista del mundo [...]. Por ello la fenomenología exige de los fenomenólogos que renuncien al ideal de un sistema filosófico y que, no obstante, vivan como trabajadores más modestos en pro de una philosofia perennis» (Husserl, 1992, pp. 70, 73). Por lo demás, en el prólogo a la obra que acabamos de citar, comenta Reyes Mate que «para alcanzar el objeto de la psicología pura (tan deformado en el psicologismo) hay que pasar por un momento ascético —de reducción o epojé que dice Husserl— que permita superar los engaños de las apariencias […]. Yo estoy convencido de que la crisis europea radica en una aberración del racionalismo […]. Para asumir la actitud fenomenológica total se necesita una metanoia, una especie de conversión religiosa —así lo quería Husserl— que en términos técnicos se dicen epojé o reducción» (pp. 11 y ss.).
En fin, los sabios orientales no pondrían un solo pero a estas consideraciones. Si, además, sumamos la constante preocupación de Husserl por la humanidad (como concepto y como conjunto de seres humanos, pues toda teoría es práctica), su aspiración a transformarla en una nueva humanidad por encima de las particularidades, por encima de las ordinarias mezquindades, cabal, genuina y absolutamente responsable de sí misma, estaríamos ante el más oriental de los filósofos occidentales.
¿No desactivan las sabidurías orientales no-duales la razón objetivista occidental mediante un uso reflejo de la razón, que es el uso que a su vez entiende Husserl como singularidad exclusivamente griega o europea? ¿No estamos ante enunciados formalmente distintos pero con contenidos idénticos?
«Todos los grandes temas filosóficos, planteados ya por el pensamiento griego, y que han definido las líneas maestras de la filosofía así como el objeto de sus distintas disciplinas, son de hecho dualidades: sujeto-objeto, organismo-medio, verdad-falsedad, realidad-apariencia, bien-mal, etc. El conocimiento dualista según el cual el cosmos se fragmenta en dos ámbitos: observador y observado, sujeto y objeto, forma parte intrínseca de la filosofía, la teología y la ciencia occidentales […]. La física cuántica muestra, a diferencia de la visión newtoniano-cartesiana anterior, una imagen del mundo muy próxima a las doctrinas no-duales. Que físicos de merecido reconocimiento como Einstein, Heisenberg, Schröedinger, Bohm, etc., hayan incorporado a sus teorías una visión no-dualista, que recuerda en gran medida a las doctrinas orientales no-duales, es muy significativo. En efecto, estos eminentes científicos descubrieron que el tejido de la realidad es tal que el observador y lo observado, el sujeto y el objeto, el individuo y el medio, no se pueden separar» (Román, 2004, pp.78-80).
En ese sentido, y para concluir este capítulo, es fundamental subrayar que la puesta en marcha de la actitud fenomenológica, aunque parte de la autoexperiencia (pues no puede partir de otro sitio), se realiza en plena exterioridad: yo soy un tú y un nosotros en la Historia, en el espacio y en el tiempo. No soy, por tanto, un sujeto que trata con un mundo ajeno a mí, sino que soy pura relación con un mundo al que tampoco le soy ajeno y que es pura relación conmigo. La actitud fenomenológica no me separa del mundo ni de los otros, sino que es manifestación de la tendencia interna de la humanidad toda, de la irrenunciable finalidad que en la humanidad late. La misión de la razón refleja se cumple con la restauración del sujeto racional en crisis, abrumado, cegado por el objetivismo, y es una misión continua, un cumplirse continuo que desactiva y totaliza, desactiva y totaliza, desactiva y totaliza... El avance hacia una humanidad autorresponsable, verdadera y genuina «yace en lo infinito» (Husserl, 1992, pp. 69, 70), un infinito al que no hay que confundir con lo lejanamente inalcanzable, lo cual nos sumiría de lleno en el pesimismo, en el desánimo, en la absoluta inacción. Muy al contrario, lo infinito es por definición aquello que está siempre presente. Ítaca, diríamos, estuvo, está y estará aquí y ahora.
3.     Filosofía y utopía
3.1.            Un apunte histórico[4]
En 1516 Tomás Moro publica Sobre el estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía. Esta obra, que ha pasado a la historia con el título más ligero de Utopía, es una crítica sarcástica a la sociedad inglesa incipientemente capitalista a la que Moro pertenecía, y recrea lo que para él sería un sistema de gobierno perfecto cuya labor consistiría en permitir a los hombres vivir y desarrollarse en total justicia y plenitud, lejos de las deplorables consecuencias sociales derivadas de seculares instituciones tales como el sistema estamental o la propiedad privada.  
Alrededor de un siglo después, Europa ponía en marcha la revolución científica, al tiempo que se sumía en guerras religiosas —o de otro tipo pero con pretextos religiosos—, conocidas bajo el nombre común de Guerra de los 30 años. En ese contexto, se publicarán otras importantes obras utópicas, cuyos ideales tendrán por base precisamente a la ciencia, como La nueva Atlántida, de Francis Bacon; o a la religión, como son los casos de La ciudad del Sol, del dominico Tommaso Campanella, y Cristianópolis, escrita por el pastor protestante Johann Valentin Andreae. Entretanto, en los territorios españoles del sur de América, la Compañía de Jesús ponía en práctica un proyecto social de sello utópico mediante la fundación de una especie de pequeñas Ciudades-Estado de nombre «reducciones», que en conjunto formaron la llamada República Guaraní. Esta república evolucionó casi al margen del imperio hispánico durante más de un siglo, hasta que se fue extinguiendo a partir de la expulsión de los jesuitas de todos los territorios españoles, según la orden dada por Carlos III en 1768. «Las reducciones jesuíticas —escribe Herrera Guillén— fueron un proyecto de construcción de una sociedad cristiana, justa y equitativa, habitada exclusivamente por indios mayoritariamente de la etnia guaraní. La base de este proyecto utópico-político y evangelizador radicaba en la creencia de que los indios guaraníes eran puros, porque no habían padecido la mácula de la civilización europea. Esta idea del buen salvaje pasará a Rousseau, quien articulará filosóficamente la idea de que el salvaje y el niño son espíritus puros y buenos, que pueden ser educados en los mejores valores, antes de que caigan en las garras de la civilización» (Herrera Guillén, 2013, p. 142).
Rousseau, como sabemos, es uno de los filósofos vinculados ideológicamente a la Revolución Francesa, la cual solemos ver como el punto de inflexión histórico a partir del que se hace posible el progreso político y social. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, paradójicamente, los célebres ideales que abanderó la Revolución, libertad, igualdad y fraternidad, no son en sentido estricto modernos o progresistas, sino que miran a un pasado remoto, al hombre natural, al hombre prepolítico que desconocía, entre otras ficciones civilizadas, la propiedad privada. En Rousseau como en Moro, en efecto, la propiedad privada es una ficción que da origen a la corrupta civilización moderna, hecha a medida de los ricos y poderosos y por ellos defendida a toda costa a pesar de las desesperadas quejas de los desposeídos. Huelga decir la fuerza con que estas ideas arraigaron en las corrientes socialistas de los siglos XIX y XX, habida cuenta de que la burguesía capitalista, si bien había derrocado las instituciones del Antiguo Régimen, no estaba siendo capaz, no está siendo capaz de poner fin a las injusticias, si es que tal cosa ha formado parte alguna vez de sus intereses. Nada mejor puede decirse, desde luego, de las alternativas socialistas o comunistas allá donde se impusieron después. 
La imaginaria isla de Utopía, que, como vemos, sobrevuela nuestra historia más reciente, da nombre a una idea y a un sentimiento, sin embargo, que se remontan muchos siglos atrás, nada menos que al momento en que aparece el hombre sobre la Tierra. Como leemos en la obra citada de Herrera Guillén, ya en los mitos bíblicos salta a la vista la mezcla de añoranza y esperanza de un mundo perdido y tal vez recuperable; sentimientos que impregnan también algunas de las narraciones míticas de Hesíodo y Homero. A su vez, Platón diseñó, en La república, lo que para él era la sociedad ideal, diseño que por dos veces, sin éxito, se esforzó por implantar en la realidad, concretamente en la ciudad de Siracusa. No mucho tiempo después, en el período helenístico, encontramos a Evémero y a Yambulo, en cuyas obras «se hallan ya prácticamente todos los elementos del utopismo moderno, entendido como filosofía social y política envuelta en un estilo literario, que ubica al personaje en una tierra lejana, una isla, acerca de la cual narra un sistema de convivencia perfecto, rodeado de tierras hermosas y feraces, que contrastan con la realidad social y natural del lector europeo» (Herrera Guillén, 2013, pp. 62-63). El estoicismo, por su parte, amplió por vez primera las fronteras de la utopía a la humanidad entera gracias al amparo proporcionado por el Logos o razón universal, cuya observancia, al alcance de cualquier individuo humano, bastaba para cubrirse de las desdichas siempre al acecho, desdichas que para los estoicos se reducían a una: carecer de virtud, es decir, hacer caso omiso de la razón. Del cosmopolitismo estoico pronto se hicieron eco los primeros cristianos, que, por lo demás, trasladaron la utopía a otro mundo, venciendo con ello a la antiutopía por excelencia, la muerte. «San Agustín (354-430) desarrolló la más elaborada construcción utópica del cristianismo, al transferir filosóficamente los anhelos humanos de salvación y felicidad perfecta al más allá […]. Creó la base fundamental para el pensamiento utópico posterior, al afirmar que la Ciudad de Dios, es decir, la ciudad perfecta, algún día se plasmará sobre la tierra, y que toda la historia de la humanidad se dirige hacia ese objetivo» (Herrera Guillén, 2013, pp. 82-84). Además de la enorme influencia de La ciudad de Dios en la historia de la filosofía (o más bien en la filosofía de la historia) de los siglos posteriores, hay que tener en cuenta los valores que presidían la organización —sin propiedad privada, sin competitividad— de aquellas primitivas comunidades cristianas, valores que en bien poco se distinguen de los formulados por Moro, Campanella, Andreae, Rousseau y de los idearios ateos propios de las corrientes socialistas y anarquistas.
3.2.            El hombre, un animal utópico
Basta la anterior nota histórica para hacernos una idea de hasta qué punto el carácter utópico forma parte del espíritu humano. Es que es la otra cara del animal menesteroso que somos. Un «animal enfermo», dirían Nietzsche[5] y Unamuno, que, siendo mortal, tiene «hambre de inmortalidad» y con esa hambre crea a Dios. Un animal racional, sí, mas «los hombres, mientras creen que buscan la verdad por ella misma, buscan de hecho la vida en la verdad» (Unamuno, 1976, p. 43).
El hecho de que la realidad, como ya dijimos, no coincida con nuestro deseo, nos parece a los seres humanos un desajuste que hay que corregir. Muy al principio, digamos en la fase prehumana, no se trataría en rigor de una corrección o ajuste, sino de meramente saciar necesidades básicas, de supervivencia. Para ello desarrollaríamos una técnica con la que procurarnos alimentos, calor, defensa, refugio. La realidad y nuestro deseo, cumplido o incumplido, serían un todo indivisible. Mas con ello todavía no seríamos seres humanos de pleno derecho, esto es, seres históricos. Para los seres humanos la realidad y el deseo son dos piezas que por sí solas no encajan. Hay que hacerlas encajar, hay que vivir en la máxima sintonía entre esos dos polos que se repelen. Pues bien, esa sintonía, variable en el dial del tiempo y el espacio, es el sentido de la vida y del mundo, la imagen que el hombre hace de sí mismo y del mundo. Empiezan así la Historia y las culturas, que serán según sea ese sentido y esa imagen. En otras palabras, la distancia entre lo que es y lo que queremos que sea podrá acortarse por diversos medios, más o menos simbólicos: la magia, la técnica, la ciencia, la poesía, el ascetismo, la religión, el arte, la filosofía.
Y si no es suficiente, si a pesar de todo algo queda de esa distancia por cubrir, acaso podamos rellenarla con la agonía de un Kierkegaard, un Schopenhauer, un Unamuno. En todo caso, los éxitos y fracasos en esa enorme empresa de ajustar la realidad con el deseo, o la perspectiva de éxito y fracaso, nos harán padecer angustia, miedo, ira, tristeza, alegría. Emociones. Y la emoción, también ella, «es una transformación del mundo. Cuando los caminos trazados se hacen demasiado difíciles o cuando no vemos ningún camino, ya no podemos permanecer en un mundo tan urgente y tan difícil. Todas las vías están cortadas, pero hay que actuar. Tratamos entonces de cambiar el mundo, es decir, de vivirlo como si la relación entre las cosas y sus potencialidades no estuvieran regidas por procesos deterministas sino por la magia. Entendamos bien que no se trata de un juego: nos vemos obligados a ello y nos lanzamos hacia esa nueva actitud con toda la fuerza de que disponemos. Entendamos también que ese intento no es consciente como tal, pues sería entonces objeto de una reflexión» (Sartre, 1969 , p. 56 ).
Un animal subversivo, cuyo destino es la trágica lucha contra todo lo que le viene dado, todo lo que es, siendo que todo lo que es incluye (ahora sí por vía reflexiva) ese mismo destino, esa misma lucha agotadora, interminable, cuyos resultados son siempre, en el mejor de los casos, incompletos, y en el peor, falaces y hasta contraproducentes, en tanto que contribuyen secretamente al sostenimiento de la realidad no querida, a la que solamente se le ha dado, digamos, una mano de pintura. De manera que, en la circular lucha contra la lucha, el animal subversivo, que se ha dado cuenta de que todo lo cambia para que todo siga igual, se enfrenta a sí mismo, dirige su impulso transformador a su interior —que es donde arden la ansiedad, la zozobra, la insatisfacción— para aquietarlo, en aras de una vida más serena y pacífica que ve en el presente lo único digno de atención, hasta el punto de hacerlo saltar desde dentro. Y entonces, lo exterior, lo ruidoso, lo histórico, lo político, lo social en todos sus conflictos e injusticias, por hostil que sea, queda liquidado de un plumazo, sustancialmente negado. Esta actitud, que puede parecer inactiva o resignada, será objeto de crítica, como ahora veremos, por los partidarios de la ética y la épica transformadora, generalmente vinculados con ideologías revolucionarias como el marxismo.
Es sabida la fuerza etimológica de la palabra inventada por Moro: utopía, del griego οὐ-τόπος, no-lugar, lugar que no existe. Partiendo de una visión de la Historia como algo que marcha progresivamente hacia delante, hacia un futuro cada vez mejor, la definición de utopía coincidiría con la recogida en el diccionario de la RAE: «Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». Desde ese punto de vista, que evidentemente es el mejor asentado en la cultura europea, el no-lugar sería un lugar ideal que todavía no existe. No sabemos si existirá algún día (pero podemos creerlo, como lo creyó San Agustín), si bien no perdemos la esperanza que, aun en el probable caso de que no se cumpla, nos habrá animado a trabajar por él y a avanzar en lo que haya sido posible. Tal sería la tesis central del utopista por excelencia del siglo XX, Ernst Bloch (1885-1977), filósofo alemán que asumió el carácter transformador del marxismo. En su enorme obra aborda con extraordinaria profusión las cuestiones esenciales de la existencia humana, en un ejercicio admirable de filosofía comparada. Entre otras cosas, a primera vista alejadas de lo puramente sociopolítico, nos habla de la relación del individuo humano consigo mismo, de cómo afronta la muerte, de la mística, de la religión. Y no lo hace como un ateo, sino que da a entender que la religión en sí misma es digna de respeto cuando se preocupa por el mal en el mundo, por el sufrimiento, por la finitud, por el dolor de las víctimas de la Historia; pero, eso sí, es el opio del pueblo cuando justifica el statu quo, cuando funciona como ideología, cuando consiste en la superestructura que apuntala y protege la infraestructura económica, política y social. Dice, por ejemplo, sobre el ascetismo y la contemplación inactiva propias de las doctrinas de la India que sirven «para mantener paciente al pueblo en provecho de una sociedad esclavista despótica de igual manera que el quietismo (en el que iba a desembocar la maravillosa técnica de voluntad del yoga) servía para apartar a la inteligencia de toda veleidad de cambio; es algo que encontramos ya en las Upanishads, y cuánto más en los preceptos de Buda, tan ajeno a toda acción y a toda vinculación con el mundo» (Bloch, 2007, pp. 240,241).
Otra versión del no-lugar, que contrasta con la anterior, nos habla del lugar histórico, no ideal, que ya no existe y al que hay que procurar regresar. Los devotos del buen salvaje, como Rousseau, piensan con nostalgia en ese buen lugar perdido, mientras los hombres modernos no solo lo habrían perdido, sino también olvidado por completo en su ciega huida hacia delante, sin percatarse, bajo el encantamiento de un ilusorio happy end, de que son ellos los verdaderos conservadores, los verdaderos quietistas que con su «optimismo militante»[6] alimentan la sociedad indeseable que ingenuamente quieren cambiar. Pero avanza más el que no hace nada para que nada quede por hacer, como dicen los taoístas, que el que está continuamente cambiándolo todo sin saber por qué ni hacia dónde va. En ese sentido, Herrera Guillén nos habla del socialista utópico François Maria Charles Fourier (1772-1837), al que amistosamente, como si hablara de Don Quijote, tilda de loco, disparatado y genial: «Para Fourier el presente es el único tiempo real. Las ideas de futuro y progreso constituyen para él meras trampas de la civilización. Su tesis es radical: toda promesa de mejora para el futuro es una trampa para que los hombres pierdan el presente, cada presente y, finalmente, todo el tiempo de su vida» (Herrera Guillén, 2013, p. 203).
«Desgraciados son los que buscan el fruto en sus acciones» (Bhagavad-Gîtâ. Cit. Román, 2004, p. 267). Ya dijimos que Ítaca está aquí y ahora. Fourier, el loco, disparatado y genial, supo ver, como Don Quijote, que la idea del no-lugar como lugar que todavía no existe nos entretiene, nos arrebata el presente, nos desorienta a la hora de vivir el tiempo como totalidad inmanente a nosotros. ¿Cuánto tiempo de su vida necesitaba Don Quijote para transformar la realidad objetiva? Ninguno, porque lo suyo era una actitud y, ya puestos, una actitud fenomenológica. Los molinos tan ilusorios son como los gigantes. En otras palabras, el no-lugar no es para Fourier más que eso: la negación del lugar que objetivamente es ahora. El no-lugar es el no-lugar del objetivismo del que nos habló Husserl, comparable al mâyâ[7] que dicen los hindúes y correlativo, por cierto, del no-yo del que nos habló Buda. «Yo soy el que soy, pero también podría ser de otro modo. El que yo sea este o tal como soy es un mero hecho casual. Tengo la evidencia de poder ser de otro modo, y el ámbito de posibilidades de ser de otra manera radica apriori en mí, yo podría recorrer intuitivamente todos los posibles cambios de mi yo. Y este universo de las posibilidades de mi ser otro se «cubre» a la vez con el universo de las posibilidades de un yo en general». Estas son palabras de Husserl[8], citadas por Javier San Martín en La fenomenología de Husserl como utopía de la razón (p.178). Somos conscientes y no debemos olvidar que para Husserl, China y la India eran meros tipos antropológicos, donde no se dio como en Grecia el genuino impulso filosófico, teórico, ajeno a los propios intereses y a la propia cosmovisión. Según eso, todas las cosmovisiones son racionales, pero Europa es teórica, lo que la convierte en pionera de la razón refleja y en el telos de la humanidad. Y hay que decir, en descargo de las acusaciones de eurocentrismo que se le pueden hacer a Husserl, que de lo que se trata precisamente es de superar los múltiples etnocentrismos, de animar a las culturas a que, como hizo Grecia, se miren críticamente a sí mismas. No obstante, aquí no hemos ocultado nuestro propósito de comparar e integrar a Oriente con Occidente, «los dos hemisferios —decía Rabindranath Tagore— del cerebro de la humanidad» (Cit. Román, 2004, p. 51). Pues no solo el tiempo nos es inmanente en totalidad, sino también los otros, la entera humanidad, «el hombre en grande». Precisamente el estudio comparado e integral de las culturas permite el discurso universal sobre el ser humano, que es la base de la función utópica de la antropología filosófica. «Sólo así la utopía puede basarse en algo más que en puros experimentos, y sólo así la historia como despliegue de las posibilidades humanas alcanza todo su sentido» (San Martín, 1988, p.197).     
Si de verdad aspiramos a cambiar el mundo a mejor no hay otro camino que empezar apelando a nuestro ser constituyente, en vez de pasarnos los siglos repintando la Historia de sangre. Lo que ciegamente buscamos desde que salimos del paraíso no lo encontraremos sin un salto de conciencia, un cambio de paradigma que nos permita deshacer el entuerto de todos los entuertos: el discurso objetivista del mundo, es decir, este mundo. Aquel paraíso, basado en la ignorancia, en la irreflexividad, en la ingenuidad natural, era imposible para los seres humanos, a menos que nosotros mismos lo hubiéramos conquistado, sabiéndolo. En ello estamos. La razón nos sacó de él y a él nos ha de devolver después de un fatigoso viaje circular, pues en ningún lugar puede estar más que aquí, siéndolo. Mientras tanto, bastaría con no añadir más sufrimiento al sufrimiento inevitable, el de la enfermedad, el de la vejez, el de la muerte, realidades que reclaman toda nuestra atención y la mejor de nuestras perspectivas.
Conclusión
Hemos esbozado una versión de la utopía en su sentido más amplio, esto es, como tendencia irrenunciable del espíritu humano. Ciertamente, nuestro modo de ser consiste en superar la realidad en que vivimos o en vivir una realidad mientras deseamos otra. Es posible que conquistemos esa otra realidad que deseamos, o una que se le parezca, pero apenas la hayamos saboreado —nadie se sorprenderá al leer esto— nos parecerá insulsa y pensaremos que ya no es la que verdaderamente queremos. Nos quejamos de los niños cuando desprecian, tan pronto como se lo regalamos, el juguete que tanto querían, pero su delirio es el nuestro, lo que nos hace perder el presente, como decía Fourier, cuando lo más saludable sería, al menos una vez en la vida, hacer una pausa y tratar de ver qué es lo que nos hace ser tan inquietos y si merece la pena o no, por tanto, iniciar tal o cual proyecto.
Esa perspectiva amplia sobre la utopía, en fin, nos ha de servir para comprender mejor el hecho de sus ramificaciones en distintos utopismos rivales que con frecuencia desembocan en enfrentamientos violentos entre los seres humanos. En efecto, los seres humanos somos capaces de pensar y aún de realizar “utopías” a costa de otros seres humanos. Lo de no añadir más sufrimiento al sufrimiento inevitable, que, por pura coherencia, sería el principio general al que jamás debería faltar ningún movimiento utópico, no se cumple, por desgracia, en la realidad. Cabe pensar, entonces, que los utopismos rivales son, en el mejor de los casos, comparables a los distintos objetos constituidos por la racionalidad humana —todavía susceptibles, por consiguiente, de tratamiento filosófico— y, en el peor, fruto sin más de la tiranía, del mal. 
Horckheimer se acordó de las víctimas de la historia y no pudo más que sumirse en una tristeza metafísica. Nosotros también nos acordamos de las víctimas del pasado y pensamos en las del presente, aunque, a menudo, pensar casi está de más. Es verdad, el mal se siente en lo social y lo político, demasiado cerca, y la vida es más urgente que la filosofía. Pero incluso en los casos más flagrantes de ataque y defensa, aún con la urgencia y la desesperación que les son propios, no podemos olvidar que el mal no procede de lo social y lo político, sino de la manera en que entendemos el mundo y nos entendemos a nosotros mismos, de la racionalidad humana, en fin, de la cual lo histórico, lo social y lo político son su manifestación empírica. Esa racionalidad, los objetos que desde ella se constituyen, es lo que ha de desactivarse si aspiramos a reconstituir una realidad justa con un mínimo de garantías.
La razón, en efecto, y para terminar como empezamos, no llegó sola, sino que trajo consigo una carga de indigencia material y espiritual de la cual la filosofía, la filosofía perenne, vino a liberarnos…
Bibliografía
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1976. Del sentimiento trágico de la vida. Espasa-Calpe, S.A. Madrid.




[1] Parménides quizá no había nacido. Algunas fuentes fijan su venida al mundo en el 515 a.C.
[2] Schopenhauer, en elogio del sufrimiento, pensaba que el estoicismo «puede ofrecer una buena coraza frente a los sufrimientos de la vida y procurarnos un presente más soportable, pero obstaculiza [salvo rarísimas excepciones] la verdadera salvación, ya que endurece el corazón» (Schopenhauer, 2007, p. 17).
[3] Asimismo, una de las funciones principales de la antropología filosófica se concreta en vigilar que el hombre no quede disuelto en sus ciencias, sin por ello negarlas o despreciarlas. Sobre la articulación positiva de la antropología filosófica con las ciencias del hombre, véase el capítulo III de la obra citada de Javier San Martín El sentido de la filosofía del hombre (pp. 67-96).
[4] En este apartado seguimos fielmente la obra citada de Herrera Guillén, Breve historia de la utopía.
[5] «¿A qué se debe esa condición enfermiza? Porque no hay duda de que el hombre es el animal más enfermo, inseguro, alterable e inconsistente: es el animal enfermo por antonomasia. ¿A qué se debe esto? Bien es cierto que el hombre es, igualmente, el animal que más se ha atrevido, innovado, desafiado y afrontado el destino. Él ha hecho grandes experiencias consigo mismo, es el más insatisfecho, el nunca saciado, el que discute el dominio definitivo a los animales, a la naturaleza y a los dioses, sin haber sido vencido aún; él es el eternamente futuro, el que no halla descanso alguno ante su propia fuerza que le acosa, de forma que su futuro le roe como un aguijón implacable en la carne de todo presente…» (Nietzsche, 1994, pp. 143,144).
[6] «El optimismo sólo está justificado como optimismo militante, no como optimismo concluso; más aún, en esta última forma el optimismo es, frente a la miseria del mundo, no sólo abominable, sino imbécil» (Bloch, 2007, p. 506).
[7]«Mâyâ denota el carácter insustancial y fenoménico del mundo que observamos y manejamos […]. Este concepto ocupa un puesto clave en el pensamiento y en la enseñanza del Vedânta [corpus filosófico que comenta e interpreta Los Vedas], y el discípulo, si no lo entiende correctamente, puede llegar a la conclusión de que el mundo externo y su yo carecen de toda realidad y son meras inexistencias» (H. Zimmer. Cit. Román, 2004, p. 278).
[8] (Apéndice XX, Ha. XIV, págs. 154-158, 1922)